No hace muchos años, quizá poco
más de un decenio, los maestros de la escuela de mi pueblo –una localidad poco
mayor de mil habitantes ubicada en la provincia de Albacete, en España- se
rasgaban las vestiduras ante el avance de la informática entre sus alumn@s.
Consideraban que los ordenadores venían a sustituir en cierto modo al
pensamiento y modo de hacer de nuestr@s chic@s, que su uso gravitaba
esencialmente sobre el campo de lo lúdico –que se entendía como una distracción
respecto de los cometidos estudiantiles- aunque, en todo caso, podían
utilizarse para realizar las tareas escolares con grave riesgo del proceso de
aprendizaje. Tal riesgo radicaba en la creencia de que, en la ejecución de
dichas tareas, l@s alumn@s permanecían al margen puesto que el ordenador “lo
hacía todo”.
Hoy día esta perspectiva de
docentes asustados y en pie de guerra contra las nuevas fortalezas de l@s
nativ@s digitales nos puede hacer sonreír. Sin embargo el nivel de tolerancia a
las nuevas tecnologías apenas se ha incrementado significativamente -hablo de la realidad operativa, no del
discurso aparente- y la presencia de teléfonos móviles, ipads o tabletas en el
ámbito escolar despierta a menudo en los docentes reacciones viscerales
difíciles de controlar. Ya no hablamos únicamente de aquella escuela rural de
estudiantes menores de doce años, sino también del Instituto e, incluso, de la
Universidad. Claro que el listón está más alto, ya no se piden trabajos hechos
a mano y se estimula el uso de internet pero, al mismo tiempo, se desconfía en
bastante medida de las redes sociales, que se presuponen a menudo como un
vehículo exclusivamente orientado al ocio. Al mismo tiempo, son bastantes l@s
docentes que se desesperan ante la progresiva invasión de recursos y
aplicaciones mientras contemplan fascinados cómo sus estudiantes los manejan
con escaso esfuerzo. No resulta menos relevante la dificultad histórica de
pedirles consejo y asesoramiento en tales lides.
No son únicamente las
herramientas las que han cambiado sino, en alguna medida, el propio espíritu
del sistema educativo. Pero ¿tiene sentido abogar por una docencia más moderna
cuando las directrices del Estado reculan hacia estructuras institucionales y
contenidos docentes del pasado? ¿tiene futuro una propuesta desjerarquizadora
cuando una parte notable de la comunidad docente demanda reforzar las
relaciones de autoridad por temor a ser víctimas de la violencia adolescente?
¿sirve de algo defender la gamificación como estrategia de aprendizaje cuando
el semáforo a los discursos heterodoxos sigue mayoritariamente en rojo?
No soslayamos que existe una
brecha abierta y que, frente al inmovilismo en las aulas –matizado con
frecuencia por un fuerte corporativismo-, se alza un colectivo discordante que
apuesta por otra forma de enseñanza más real y que, en cualquier caso, tenga su
origen y fin en la libertad del individuo. Claro que esto no es un fenómeno
nuevo, en realidad siempre fue así, al menos -en nuestro país- desde aquellas
inspiraciones renovadoras de entes como la Institución Libre de Enseñanza.
Esperábamos ingenuamente que Jonás, que cumplió veinticinco años en
el año 2000, nos trajese un nuevo bagaje, una realidad distinta.
Una reflexión muy interesante. Efectivamente todos pensamos que no es un buen momento para la poesía, en realidad desde hace treinta años espero que llegue ese momento.Todos los que amamos la "educación" añoramos políticas inspiradoras.
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